lunes, 16 de abril de 2012

Desde la distancia.

Hay noches en las que casi siento no haber sentido. Soy experta en adiestrar mariposas pero alguien como yo, con la cabeza en las nubes y el corazón en las vísceras, no es capaz de crear de la nada un sentimiento. No te pido disculpas por ello. Tampoco espero que me perdones.

Antes de alcanzar el punto de no-retorno siempre se me pasa por la cabeza la misma reflexión: ¿Valdrá la pena arriesgarlo todo por un poco más? Seguramente alguna vez valga la pena. Mi experiencia, y la prudencia que hay en mi, siempre me han gritado lo contrario. Ese impulso que me nace antes en los labios que en el cerebro choca estrepitosamente con el miedo que me empapa antes de tomar ese tipo de decisiones. Tal vez porque creo que no debería ser una decisión, sino una reacción natural. Nunca quisiste escucharme y ahora me culpas porque tenía razón al pedirte que no creyeras ciegamente en una justa reacción a la acción que tú cuidabas meticulosamente, al detalle, con ternura. Te gritaba en silencio que no siguieras alimentando esa luz que brillaba en tus ojos cuando me mirabas. Pero nunca quisiste escucharme. No pediré perdón por ello, no espero que me perdones.

Pequé de soberbia al creer que podía conseguir volver fácilmente atrás en el tiempo. Pequé de egoísta al querer conservar una parte de ti que había muerto. Pequé de avariciosa por creer que podía tener mi libertad sagrada, tu dulzura en cómodos sobrecitos y las noches eternas rozando la locura, entremezclando lujuria, pereza y gula. Te advertí de que tenía una amante muy exigente, que no me da tregua y que llena cada centímetro de mí, excepto el que casi llenaste tú. No quisiste entender que no serías una prioridad para mí. Pecaste de envidia, te consumían los celos de ella por tenerme más tiempo y despertarme más pasión que tú. Pecaste de ira ante la imposibilidad de aceptarlo.

Y a este punto hemos llegado, ambos podridos, cada uno con su propia carcoma. Tú encorsetado en una vida que no quieres. Yo resignada a pagar el precio que tiene la libertad, habiendo aceptado ya que hay un centímetro en mí que está vacío y aprendiendo a ser feliz con ello. No quiero que vuelvas a mi vida, no cabrías en ella. Pero sí me atrevo, sin tu permiso, a extrañarte. No como hombre o como amante, sino como compañero de fatigas, como confidente y amigo.
No sabemos a qué puerto iremos a parar con los años. Tal vez, remoto tal vez, un día nuestras piezas puedan encajar de nuevo en un mismo puzzle.