miércoles, 19 de diciembre de 2012

El fin de mi mundo.

Llevo varias semanas en stand by, dedicándome exclusivamente a hacer introspección, a buscar los asuntos pendientes, identificarlos y cerrarlos. Tantas cosas tendría que hacer si terminara el mundo en el amanecer del 21 de Diciembre: terminarme "Caligrafía de los sueños" de Marsé o 1Q84 de Murakami, terminar de escribir algún libro, publicarlo y firmar un autógrafo, tendría que volver a sentir el Sáhara en mi piel, devolver aquellos 100eur, con olor a barra de bar, a la Laura adolescente que me lo dejó años atrás entre las páginas de un libro excepcional. Tendría que ver a mis sobrinos encontrar al minotauro antes que la salida del laberinto, enseñarles la última estrofa de la Internacional Comunista y a no callar más que para escuchar. Por supuesto, si terminara el mundo el viernes, tendría que follar y luego hacer el amor, para ver si existe realmente la diferencia.

Más allá de asuntos pendientes que nunca me he propuesto seriamente zanjar, hay algo que sí me quita el sueño, una injusticia de dimensiones históricas y de la cual nunca he querido ser consciente. Jamás, y pensad en lo que esta palabra significa, jamás le he dado las gracias a mi madre, ni le he dicho jamás que la quiero.
Nunca me he puesto en su lugar y he intentado sentir lo que ella siente. Mi madre, luchadora, con las uñas gastadas, las manos amarillas y callosas, el sufrimiento en sus arrugas, más viejas que ella. Mi madre, con piel de cuero que regala si se la piden, generosa, compañera sacrificada. Mi madre, indestructible, capaz de soportar lo insoportable, de superar lo insuperable. Soportar lo insoportable y superar lo insuperable.
Mi madre es especial, nació siendo una heroína, no lo es por ser madre, y la vida la ha ido poniendo a prueba, llevando su cordura al extremo. Pero ha ganado cada pulso con la suerte, con la miseria, consigo misma. Y yo jamás le he dicho que llevo 24 años siendo testigo silenciosa de toda su hazaña. Sólo la abrazo y la beso en el primer minuto del año, masticando uvas aún. El resto de días pasan idénticos, marcados por las conversaciones vacías y las malas contestaciones. Pasan los días, como caen los granos de arena en el fondo del reloj, sobreviviendo a una hija desagradecida que exige sin dar nada a cambio, que infravalora hasta rozar el menosprecio. Una hija que siente el dolor de un desconocido antes que el de la persona más importante de su vida, simplemente porque es una cobarde incapaz de enfrentarse a esa injusticia. Mi madre merece dejar de ser mi madre y empezar a ser feliz.

Probablemente, el amanecer del día 21 de Diciembre será un amanecer más. Pero cualquier día puede ser el fin del mundo, porque mi mundo terminará el día que me falte mi madre y no le haya dicho que lo siento, que la quiero, que no le guardo rencor, el día que quiera probar sus lentejas, su potaje, su puchero y no pueda porque no me he molestado en aprender a cocinar como ella.

Si la psicosis por la profecía maya del Fin del Mundo sirve para enfrentarme a mis miedos y limpiar mi consciencia, bienvenida sea a mi vida esa enfermiza obsesión.

lunes, 16 de abril de 2012

Desde la distancia.

Hay noches en las que casi siento no haber sentido. Soy experta en adiestrar mariposas pero alguien como yo, con la cabeza en las nubes y el corazón en las vísceras, no es capaz de crear de la nada un sentimiento. No te pido disculpas por ello. Tampoco espero que me perdones.

Antes de alcanzar el punto de no-retorno siempre se me pasa por la cabeza la misma reflexión: ¿Valdrá la pena arriesgarlo todo por un poco más? Seguramente alguna vez valga la pena. Mi experiencia, y la prudencia que hay en mi, siempre me han gritado lo contrario. Ese impulso que me nace antes en los labios que en el cerebro choca estrepitosamente con el miedo que me empapa antes de tomar ese tipo de decisiones. Tal vez porque creo que no debería ser una decisión, sino una reacción natural. Nunca quisiste escucharme y ahora me culpas porque tenía razón al pedirte que no creyeras ciegamente en una justa reacción a la acción que tú cuidabas meticulosamente, al detalle, con ternura. Te gritaba en silencio que no siguieras alimentando esa luz que brillaba en tus ojos cuando me mirabas. Pero nunca quisiste escucharme. No pediré perdón por ello, no espero que me perdones.

Pequé de soberbia al creer que podía conseguir volver fácilmente atrás en el tiempo. Pequé de egoísta al querer conservar una parte de ti que había muerto. Pequé de avariciosa por creer que podía tener mi libertad sagrada, tu dulzura en cómodos sobrecitos y las noches eternas rozando la locura, entremezclando lujuria, pereza y gula. Te advertí de que tenía una amante muy exigente, que no me da tregua y que llena cada centímetro de mí, excepto el que casi llenaste tú. No quisiste entender que no serías una prioridad para mí. Pecaste de envidia, te consumían los celos de ella por tenerme más tiempo y despertarme más pasión que tú. Pecaste de ira ante la imposibilidad de aceptarlo.

Y a este punto hemos llegado, ambos podridos, cada uno con su propia carcoma. Tú encorsetado en una vida que no quieres. Yo resignada a pagar el precio que tiene la libertad, habiendo aceptado ya que hay un centímetro en mí que está vacío y aprendiendo a ser feliz con ello. No quiero que vuelvas a mi vida, no cabrías en ella. Pero sí me atrevo, sin tu permiso, a extrañarte. No como hombre o como amante, sino como compañero de fatigas, como confidente y amigo.
No sabemos a qué puerto iremos a parar con los años. Tal vez, remoto tal vez, un día nuestras piezas puedan encajar de nuevo en un mismo puzzle.